Consumocracia | Del encierro, a la conciencia alimentaria

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Por: Andrea Estupiñán Villanueva

Durante el primer trimestre del año 2020 la vida de los mexicanos nos cambió. Sin darnos cuenta, nuestra forma de vivir ya no sería igual, en ningún sentido. La pandemia de COVID-19 no solo dejó huellas en la salud y la economía mundial, también permeó la conducta de consumo de las personas. En este sentido, las y los jóvenes fueron de los grupos que tuvieron más impacto en sus hábitos de consumo, siendo la alimentación, uno de los mayores impactos en su cotidianeidad. Así, las y los jóvenes se encontraron ante una realidad que les obligaba a establecer diferentes gustos y preferencias en las mercancías y servicios que elegían a partir de sus necesidades más inmediatas.

Además de vivir una crisis de salud, se enfrentaron a vivir una crisis emocional y social que transformó su forma de actuar. El confinamiento desencadenó una reducción en sus ingresos de los jóvenes, una alteración en sus rutinas y aumentos del estrés traduciéndose en una alteración en sus rutinas y un incremento en casos de ansiedad, factores que repercutieron directamente en su forma de alimentarse. Durante los meses más estrictos del confinamiento, los patrones de consumo se desplazaron hacia alimentos ultraprocesados, bebidas azucaradas y comidas listas para preparar.

El aumento del tiempo frente a pantallas, las enfermedades mentales y la limitación de actividades físicas potenciaron este fenómeno. La Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT 2022) reveló que el 47% de los jóvenes aumentó su consumo de snacks o comida rápida durante la pandemia, y solo un 25% incrementó la ingesta de frutas y verduras. Los jóvenes fueron también el grupo que más adoptó servicios de entrega a domicilio y plataformas digitales de alimentos; el uso de aplicaciones de delivery se duplicó entre 2020 y 2021, especialmente en zonas urbanas.

Esta comodidad modificó las dinámicas tradicionales de la alimentación: comer dejó de ser un acto social para convertirse en una práctica individual, fragmentada y guiada por la inmediatez. Sin embargo, no todo fue negativo. El mismo confinamiento que fomentó el consumo de comida rápida también despertó una conciencia alimentaria emergente. Muchos jóvenes comenzaron a interesarse por cocinar en casa, leer etiquetas, reducir el desperdicio y adoptar dietas basadas en plantas. Las redes sociales jugaron un papel clave: TikTok, YouTube e Instagram se convirtieron en espacios de educación nutricional informal, donde se mezclaban recetas saludables, activismo ambiental y bienestar emociona. Las desigualdades preexistentes se acentuaron tras la pandemia. Los hogares jóvenes en situación de vulnerabilidad —particularmente los encabezados por mujeres o en zonas rurales— enfrentaron mayores dificultades para acceder a alimentos frescos y nutritivos. Esto generó una doble carga de malnutrición: por un lado, desnutrición y deficiencias nutricionales; por otro, sobrepeso y obesidad derivados de una dieta basada en productos baratos y de baja calidad.

De acuerdo con la FAO (2023), México y América Latina se ha estado enfrentando a un fenómeno preocupante que es el incremento sostenido de la inseguridad alimentaria moderada o severa, que afecta ya a más del 40% de la población joven en contextos urbanos. Las razones son estructurales: precios elevados, falta de educación alimentaria y un mercado dominado por opciones poco saludables. La alimentación se ha convertido en una extensión del bienestar emocional, del autocuidado y hasta de la identidad política. El desafío es la educación alimentaria desde edades tempranas, incentivos para el consumo local, regulación de la publicidad dirigida a jóvenes y mejora del acceso a productos saludables. En los jóvenes se concentra la esperanza de un cambio duradero.